EL PRESIDENCIALISMO LATINOAMERICANO Y EL JUZGAMIENTO DEL PRESIDENTE.
Resulta claro que la figura del fuero presidencial y del sistema de responsabilidad que se le asocia tiene una larga historia. Pero es claro también que en Latinoamérica, más que en cualquier otra parte del planeta, todo ello se encuentra ligado al fuerte componente presidencialista de sus diferentes sistemas políticos derivado, según Quintana y Tickner, de
la importancia que para el ethos cultural latinoamericano tuvo la figura del cacique, antes que nada, enraizada en lo más profundo del pasado precolombino, y más tarde con la colonia, la del rey, ambas con un fuerte contenido mítico-ideológico producto de esa singular síntesis de dos culturas. toda la estructura social, en los dos casos, tuvo en el cacique y el rey la piedra angular que confería unidad, significado y proyección a sus respectivas sociedades [Por eso] la inclinación presidencialista iberoamericana sienta sus bases en su propia y compleja idiosincrasia cultural [aunque] la configuración filosófica y política del espíritu presidencialista comienza a definirse desde los primeros gritos de independencia a partir de 1810. (2011, pp. 247 y 249).
No obstante, para entender la particular cultura presidencialista latinoamericana, además de las causas histórico-políticas, es necesario detenerse primero en su principal fuente de inspiración: la constitución de Filadelfia de 1787. Constitución que sobre la idea que todo el poder debe residir en el pueblo y no en una sola figura (el Monarca), brindó los elementos justificatorios a la supresión de todas las monarquías absolutistas, esto es,
al gobierno sujeto al solo arbitrio del rey o emperador, sin supeditarse a ningún orden jurídico preestablecido que no pueda modificar, reemplazar o suprimir. Las tres funciones del Estado, es decir, la legislativa, ejecutiva y judicial, se centralizan en el monarca, quien las ejerce por conducto de órganos que él mismo designa o estructura normativamente. En dicho tipo de monarquía impera el principio quod principii placuit, legis vigorem y el de legibus solutus. (Burgoa, 1985, 467).
2.1 Antecedentes del presidencialismo americano
La independencia de Estados Unidos supuso, en efecto, el comienzo del fin del sistema monárquico en Latinoamérica y el advenimiento del sistema presidencialista caracterizado por la figura de un presidente limitado funcionalmente por la ley. Una fórmula que se originó del inconformismo de los colonos norteamericanos con la llegada de Jorge III al poder en Inglaterra. Pues este tenía la intensión de ser un Monarca absoluto a la manera de otros imperios europeos.
Sin embargo, la declaración de independencia de Estados Unidos no fue la causa de la guerra que enfrentó al imperio con los colonos, pues apenas se dio en mitad de la misma; un suceso que muestra que los cambios políticos más radicales se originan de la coyuntura, aunque el acervo teórico en que se fundamenten tenga una larga historia. De hecho, esta declaración, aunque tiene varios referentes teóricos que la fundamentan, es el primer documento político-jurídico que reconoce la igualdad de los hombres, es el Estado moderno como documento no hecho o concepto, como era del caso con el Parlamento y la Carta Magna en Inglaterra. Como expresamente señala La Declaración:
Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad […].
Bajo las anteriores prerrogativas, el proceso revolucionario Norteamericano aportó a la conformación de los Estados latinoamericanos las ideas de la constitución escrita, la teoría del check and balances, el control constitucional de la ley y el sistema presidencialista.
No obstante, el sistema presidencialista y la tesis de la limitación al ejercicio del poder del presidente no es una novedad de la Declaración norteamericana, pues su fundamento es el principio de la separación de poderes. Idea original de Montesquieu, que recoge las tesis anteriores del gobierno de constitución mixta, la diversidad de funciones estatales y la de una constitución equilibrada. Respecto de la primera tesis, hay que recordar que ya Platón planteaba que se requeriría de un principio de organización política mixta para llegar a la consecución del Estado ideal. Como recuerda Sabine:
se trata del principio de la forma mixta de gobierno, destinada a conseguir la armonía mediante un equilibrio de fuerzas o una combinación de diversos principios de diferente tendencia, de tal modo que esas diversas tendencias se contrapesen recíprocamente. La estabilidad es así una resultante de fuerzas políticas opuestas. Este principio es antecesor de la famosa separación de poderes que había de redescubrir Montesquieu muchos siglos más tarde como esencia de la sabiduría política encarnada en la constitución inglesa” (Sabine, 2006, p. 67).
En lo que respecta a la distribución funcional de los poderes, también ya Aristóteles se había pronunciado en estos términos:
en todas las constituciones hay tres elementos con referencia a los cuales ha de considerar el legislador diligente lo que conviene a cada régimen. Si estos elementos están bien concertados necesariamente lo estará también la Republica, y como los elementos difieren entre sí, diferirán consiguientemente las constituciones. De esos tres elementos, pues, uno es el que delibera sobre los asuntos comunes; el segundo es el relativo a las magistraturas, o sea cuales deben ser, cual su esfera de competencia y como debe procederse a su elección y el tercer elemento es el poder judicial. (La Política. IV, 1298a).
Así mismo, en la tradición latina recogida por de Polibio, se consideraba que el secreto de la expansión y grandeza romanas era una forma de gobierno mixto donde los cónsules representarían la monarquía, los senadores la aristocracia y las asambleas populares la democracia.
Como hemos dicho antes –dice Polibio- el gobierno de la República Romana estaba refundido en tres cuerpos, y en todos tres tan equilibrados y bien distribuidos los derechos, que nadie, aunque sea romano, podrá decir con certeza si el gobierno es aristocrático, democrático o monárquico. Y con razón; pues si atendemos a la potestad de los cónsules, se dirá que es absolutamente monárquico y real; si a la autoridad del Senado, parecerá aristocrático, y si al poder del pueblo, se juzgará que es Estado popular. (Historia universal bajo la república romana, tomo II, libro VI.
La tesis de Polibio sobre una constitución mixta como la mejor forma de gobierno y la base de la majestuosidad romana se cimenta sobre la ley de los ciclos que, como sugiere salcedo,
plantea como las formas simples de gobierno tienen habitualmente una tendencia a la corrupción, con lo cual se da lugar a un ciclo constitucional que se repite. En otras palabras, la historia de los pueblos está regida por una ley de crecimiento y decadencia que se da de manera cíclica. Así por ejemplo, la monarquía deviene tiranía; la aristocracia, oligarquía y la democracia oclocracia o soberanía de la muchedumbre. (p. 45).
El escepticismo de los clásicos frente a la posibilidad que los hombres pudieran configurar un sistema de gobierno –no ideal- que no tendiera al despotismo y la corrupción, sentará las bases de las discusiones políticas liberales sobre el concepto de derecho natural. No ya la ley natural que se identifica con la ley divina en la tradición medieval, sino la ley derivada racionalmente de las inclinaciones naturales que autores como Locke reserva a los hombres. En la medida en que la facultad de elegir por medio de un contrato brota de un hipotético estado de naturaleza de libertad e igualdad irrestrictas derivadas de una ley moral natural y unos cuantos derechos naturales que la hacen posible.
En la argumentación lockeana, el estado de naturaleza puede genera un estado de guerra (ala manera de Hobbes), cuando una o varias personas utilizan la fuerza para controlar la vida, los derechos, los bienes y las libertades naturales de los demás. Razón de más para que los hombres abandonen semejante estado y se organicen en sociedades. Lo que implica la constitución del poder civil, lo que no es otra cosa para el autor inglés que el poder de hacer leyes. Esto es, expresiones de la voluntad entera de la sociedad que de no ser así sólo serían un arbitrario acto de poder (La Torre, 1998, p. 20.
)
De acuerdo con las tesis de Locke, la salvaguarda de los derechos naturales solo puede llevarse a efecto con un poder civil de reparto de poderes, esto es, con un poder legislativo (que incluye el poder judicial) y un poder ejecutivo limitados por esos mismos derechos. Como advierte el autor en su Ensayo sobre el Gobierno Civil,
Los inconvenientes a que están expuestos, dado que cualquiera de ellos puede poner por obra sin norma ni limite el poder de castigar las transgresiones de los demás, los impulsan a buscar refugio, a fin de salvaguardar sus bienes, en las leyes establecidas por los gobiernos… ateniéndose a las reglas que la comunidad o aquellos que han sido autorizados por los miembros de la misma establezcan de común acuerdo. Ahí es donde radica el derecho y el nacimiento de ambos poderes, el legislativo y el ejecutivo. (p. 95).
Como se advierte, para Locke la función legislativa es la que reviste mayor importancia, pues el poder ejecutivo se encuentra subordinado por esta, es decir, por el imperio de la ley; porque “nadie puede transferir a otro un poder superior al que el mismo posee, y nadie posee poder arbitrario absoluto sobre sí mismo, ni sobre otra persona” (p. 112). Lo que implica que la potestad de legislar debe ser realizada con toda justicia, con procedimientos claros y reglas generales.
Pese a su indudable influencia, la filosofía política no pasó de forma directa a la la praxis política y la historia de las constituciones modernas, sino que requirió del trabajo de Charles Louis de Secondat quién logra fundir las teorías clásicas de los gobiernos mixtos con las tesis de Locke. Sin embargo, “a través de la historia, la teoría de la separación de poderes, ha quedado vinculada con el nombre de Montesquieu, pese a que no la formulara de manera muy profunda e insistente y a que le hayan antecedido en su esbozo Aristóteles y Locke; sin embargo su influencia en este terreno es indiscutible, cómo lo acreditan las declaraciones de derechos de las constituciones norteamericana y francesa” (Salcedo, pp. 113-114).
Montesquieu, en efecto, parte de la base de la existencia de diferentes clases de gobierno: el republicano, (el cual se divide en democrático y aristocrático) el monárquico y el despótico. Cada uno de estas clases de gobierno involucra una virtud que lo caracteriza. Cada forma de gobierno se configura con base a un conjunto de leyes constitucionales que además son una forma de mirar la vida, el conjunto de creencias de una sociedad y su propio devenir histórico. Cada una de estas formas de gobierno es susceptible de ser abusada y desbordada en su conjunto de leyes constitucionales, por cuánto la moderación en el poder no es una tendencia natural y lo natural, más bien, es más la tendencia al abuso del poder de tal manera qué se hace necesario la creación de mecanismos que generen garantías para el no abuso y desborde de las leyes constitucionales. Será pues necesaria la separación y equilibrio de ese poder político con órganos y funciones distintas que garanticen el equilibrio y la mesura en el ejercicio de dicho poder, de aquí surge el concepto de la división tripartita del poder encarnada en la función ejecutiva legislativa y judicial.
Tal división de poderes es tomada e inspirada por la constitución inglesa, de la cual Montesquieu era admirador porque, como ya declara a en el Espíritu de la Leyes, “En cada Estado hay tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de las cosas relativas al derecho de gentes, y el poder ejecutivo de las cosas que dependen del derecho civil. En virtud del primero, el príncipe o jefe del Estado hace leyes transitorias o definitivas, o deroga las existentes. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía y recibe embajadas, establece la seguridad pública y precave las invasiones. Por el tercero, castiga los delitos y juzga las diferentes entre particulares. Se llama a este último poder judicial, y al otro poder ejecutivo del Estado”.
En resumen, aunque se podría continuar el largo reflexionar filosófico y político que se concretó con la revolución norteamericana, lo cierto es que dichas reflexiones sólo se materializan en documentos político-jurídicos escritos como la declaración de independencia de 1776 y la constitución norteamericana 1786. Pero, como señalan Morison y Commager, “que nadie se confunda: La revolución norteamericana no se inició para obtener la libertad, si no para conservar la libertar de que ya disfrutaban las colonias. La independencia no fue un objetivo consiente si no un último recurso, adoptado con renuencia, para conservar la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” (1995).
Del conflicto armado y los debates constitucionales surge la declaración de independencia; la cual, como se ha dicho, está fundamentada, entre otros, por las reflexiones político-filosóficas de Locke: reconoce la existencia de unos derechos naturales, la existencia de los gobiernos para proteger y garantizar dichos derechos y que el fin del estado es la protección de los derechos naturales. Así mismo, la declaración de independencia no solo anuncio e nacimiento de una nación; la filosofía por ella inaugurada ha sido una gran fuerza dinámica en todo el mundo occidental durante el siglo XIX. “De un conveniente respeto por las opiniones de la humanidad, Jefferson extrajo no solo las razones que impulsaron a Norteamérica a la independencia, sino también los principios políticos y sociales en que la revolución misma descansaba. Los particulares abusos y usurpaciones que se achacaban al rey y que ocupaban gran parte de la declaración, no se expresaban como bases de la revolución, sino como meras pruebas de que Jorge III tenía como objeto directo el establecimiento de una tiranía absoluta sobre estos estados” (Morison y Commanger, 1995).
La particularidad principal de la declaración de Independencia fue la necesidad en la que se encontraban los trece nuevos estados de establecer gobiernos; por lo cual, siguiendo las directrices del segundo Congreso Internacional de Filadelfia, se adoptaron Constituciones todas ellas republicanas, fundadas en la división tripartita de poderes y por otra parte, en la independencia de las colonias entre sí. Un “proyecto que fue considerablemente modificado por el Congreso y no se aprobó de modo definitivo hasta noviembre de 1777; y como era indispensable la ratificación de cada uno de los estados los artículos no entraron en vigor hasta 1781” (Morison y Commager, 1995, p. 252).
Para enfrentar las dificultades que presentaba la Confederación y bajo la amenaza de una invasión externa además de una insurrección interna, el Congreso Confederal convocó a una convención en Filadelfia en mayo de 1787 con el propósito de reformar los artículos de la confederación. El objetivo primordial fue el de realizar algunas correcciones al articulado de la Confederación, sin embargo una vez reunido se tomó una primera decisión y fue la de no solo limitarse a reformar los artículos, sino la de redactar una nueva Constitución para el surgimiento de una nación integrada por las 13 colonias. La Constitución aprobada el 17 de septiembre de 1787 no estuvo exenta de debates, pues “su adopción generó un proceso que enfrentó a dos corrientes distintas. Por un lado, a los federalistas, liderados por Alexander Hamilton, quienes querían un gobierno centralizado y, por otro lado, los no federalistas, liderados por Patrick Henry, quienes se oponían a un gobierno que tuviera poder por encima del de los estados individuales –el poder estatal fue uno de los motores de la guerra de independencia–. Los federalistas, con el apoyo de George Washington y Benjamín Franklin, finalmente impusieron un gobierno de corte federal, pero que agrupaba en un cuerpo central el poder militar, económico e internacional.”
La particularidad del sistema federado unitario norteamericano es de suma importancia para Latinoamérica, pues no se puede olvidar que en todo el proceso independentista de esta parte del continente se constituyen dos grupos radicalmente antagónicos: los federalistas, por un lado, y los centralistas, por el otro. Como sugieren Mejía y Tickner:
Indudablemente el federalismo encarnó en ese momento, lo los intereses de las oligarquías regionales hispanoamericanas que solo buscaban sacudirse del poder central para afianzar su influencia económica y política en sus respectivas provincias, sin ningún tipo de trabas. El centralismo, por lo general, fue la encarnación de la necesidad de unidad para hacer frente a la reacción española y para sentar las bases de un estado nacional hispanoamericano, convicción que se levanta desde la Patagonia hasta el caribe en las voces del chileno Juan Egaña, el peruano Montegudo y Castelli o el paraguayo Fulgencio Yegros, entre tantos otros. (201, pp. 249-250)
Para el objeto del presente trabajo de investigación, es necesario volver sobre las discusiones que se generaron en torno al poder ejecutivo y la definición de cómo elegir el jefe de dicho poder en el marco de diseño institucional estadounidense. Pues, quiérase o no, Latinoamérica siguió en parte dicho modelo aunque, dice Naranjo Mesa,
el denominado “Presidencialismo”, es una deformación o desnaturalización del sistema presidencial. Es una deformación de este sistema, porque el presidencialismo ostenta una concentración de poderes muy acentuados en manos del Jefe del Ejecutivo, Presidente de la República, en desmedro de los poderes del Parlamento […] para catalogar un régimen de presidencialista, se requiere examinar el grado de poderes que están concentrados en el cabeza del Poder Ejecutivo. Es esa mayor concentración de poderes lo que distingue a los presidencialismos del sistema presidencial, tal y como ha sido concebido en los Estados Unidos. Los presidentes latinoamericanos disponen, a menudo, de atribuciones co-legislativas junto con el Congreso o Parlamento, tales como: iniciativa de ley, convocatoria a legislatura extraordinaria, declaración de urgencia en la tramitación de los proyectos de ley, participación en el debate parlamentario de la ley a través de los ministros de Estado, etc. (2000, p. 309.
En Latinoamérica, al contrario de lo que sucedió durante la Convención norteamericana, no se planteó la discusión sobre el carácter colegiado o unipersonal de la presidencia o de un ejecutivo unipersonal. Tal vez porque la transformación revolucionaria del período 1776-1848 fue acompañada por una crítica del ancie régime, en la lucha entre aristocracia y democracia, entre monarquía y república, entre conservadurismo y liberalismo que halló en el lado de la ilustración conceptos como el de soberanía del pueblo, derechos naturales e igualdad; aunque, como ejemplifica el caso de Bolívar, estos conceptos no se entendieran de modo convencionalmente democrático (Lynch, 2001, p. 213).
En efecto, en la Latinoamérica naciente la vocación paternalista se manifestó con mayor claridad en la discusión sobre el modo de elección y el término de mandato del presidente como cabeza del ejecutivo antes que en las posibilidad de participación territorial en las mismas, como sucedió en Estadios Unidos que finalmente resultó en
El curioso método adoptado, de escoger indirectamente un presidente de los Estados Unidos, fue resultado de varios compromisos, especialmente entre los estados grandes y los pequeños. Se suponía que Washington sería el primer presidente y que el número de periodos presidenciales no quedaría limitado; pero la Convención, no previendo el brote de un sistema bipartidista, esperaba que cada estado votará por “un hijo favorito”, de modo que pocas veces obtendría un candidato la mayoría de los votos electorales. Por ello se establecía una elección final en la Cámara de representantes, donde la votación se haría por Estados: una mayoría estado sería necesaria para ser elegido. (Morison y Commager, 1995, p. 153).
Como se advierte, la historia de la figura de un magistrado presidente, quién estaría a cargo del poder ejecutivo y el cual sería elegido por vía democrática para un periodo de tiempo previamente definido, es muy diferente al norte y al sur de América. Aunque, por lo general, se señale la impronta estadounidense en los modelos políticos latinoamericanos. Como se muestra en El Federalista, uno de los más importantes documentos que fueron publicados a raíz de la discusión sobre la ratificación de la nueva constitución Norteamérica, “El magistrado de que hablamos se elegirá para un período de cuatro años; y ha de ser reelegible tantas veces como el pueblo de los Estados Unidos lo considere digno de su confianza. En estas circunstancias hay una total disimilitud entre él y un rey de la Gran Bretaña, que es monarca hereditario y posee la corona como patrimonio perpetuamente transmisible a sus herederos” (Caracteres del Ejecutivo. Correo de Nueva York, viernes 14 de marzo de 1788. El Federalista, LXIX.)
Otro aspecto considerado fue la posibilidad de juzgamiento de la nueva figura del presidente, al respecto de lo cual se dijo:
El Presidente de los Estados Unidos podrá ser acusado, procesado y, si fuere convicto de traición, cohecho u otros crímenes o delitos, destituido, después de lo cual estaría sujeto a ser procesado y castigado de acuerdo con las disposiciones legales ordinarias. La persona del rey de la Gran Bretaña es sagrada e inviolable; no existe ningún tribunal constitucional ante el que pueda ser emplazado, ni castigo alguno al que se le pueda someter sin suscitar la crisis de una revolución nacional. (Caracteres del Ejecutivo. Correo de Nueva York, viernes 14 de marzo de 1788. El Federalista, LXIX).
Los caracteres señalados entrañan en sí mismos la intención de limitar el poder conferido al jefe del ejecutivo, por gracia de la organización de la nueva nación, el goce de los derechos y libertades naturales y el equilibrio de poderes. Por lo que en la Constitución Política de Estados Unidos en su Artículo primero, tercera Sección, quedaron plasmadas estas limitaciones presidenciales y la posibilidad de su juzgamiento cuando fueran desbordadas, así:
6- El Senado poseerá derecho exclusivo de juzgar sobre todas las acusaciones por responsabilidades oficiales. Cuando se reuna con este objeto, sus miembros deberán prestar un juramento o protesta. Cuando se juzgue al Presidente de los EE.UU deberá presidir el del Tribunal Supremo. Y a ninguna persona se le condenará si no concurre el voto de dos tercios de los miembros presentes.
7-En los casos de responsabilidades oficiales, el alcance de la sentencia no irá más allá de la destitución del cargo y la inhabilitación para ocupar y disfrutar cualquier empleo honorífico, de confianza o remunerado, de los Estados Unidos; pero el individuo condenado quedará sujeto, no obstante, a que se le acuse, enjuicie, juzgue y castigue con arreglo a derecho.
Producto de las anotadas limitaciones fijadas ya en una Constitución escrita, a la figura del presidente se le confirió ser “la cabeza responsable de la rama ejecutiva, y también ser jefe supremo de la guerra, con poder de nombrar a todos los jueces federales y en virtud de su veto suspensivo sobre las leyes del Congreso, también formar parte del proceso legislativo, pero, como anotan Morison y Commager,
en armonía con los principios de la separación de poderes y los ajustes y balances, el Congreso también es independiente de él. No puede disolver el Congreso y la Constitución requiere que el Congreso se reúna cada año, lo desee o no el presidente. El congreso puede volver a poner en vigor leyes, pasando sobre su veto y el Senado tiene un freno a sus poderes de nombrar funcionarios y a hacer tratados. Ambas cámaras comparten el poder de enjuiciar y césar a los funcionarios incluso al jefe del ejecutivo. (1995, p. 153).
2.2 El presidencialismo latinoamericano
Como se ha dicho ya en varias oportunidades, el ethos político latinoamericano asumió la inclinación presidencialista como única vía para hacer frente al caudillismo, consolidar la nación, construir estado y defender paternalmente y en la medida de lo posible las clases desfavorecidas. Las características particulares de esa sobredimensionalización del papel de ejecutivo en Latinoamérica pueden distinguirse, según Jacques Lambert (1967), en cinco puntos:
El primero es el carácter personalista que este posee. Arraigado en lo más profundo del ethos cultural, el poder no es visto por la cultura latinoamericana como una como una convicción impersonal y abstracta, meramente teórica y formalista , su detentación está estrechamente unida al aura persona (al carisma, en términos weberianos), la autoridad que como líder y estadista proyecte y sea reconocida por sus seguidores.
El segundo aspecto es el predominio constitucional del ejecutivo, lo cual se evidencia en la amplitud de facultades co-legislativas, el derecho de veto de leyes del congreso, el poder casi ilimitado de nombramiento de funcionarios en todos los niveles, la posibilidad de suspender garantías y decretar estados de excepción, además de un sinnúmero de facultades extraordinarias que puede pedir a las cámaras legislativas le sean delegadas.
El tercer aspecto lo definen los controles parlamentarios que el ejecutivo ha tenido, formal e institucionalmente, en Latinoamérica. La obligación de que los ministros informen a las cámaras de su preceder, las mociones de censura o juicios políticos que se les puede levantar; además de los controles judiciales, la obligación de informar al congreso de ciertas medidas, el control de constitucionalidad y, sin duda, el más importante punto en común durante mucho tiempo el antireeleccionismo que se fraguo contra el caudillismo en el siglo XIX pero que ya en el siglo XXI se encuentra en retroceso.
El cuarto aspecto es el enorme andamiaje político-administrativo que lo compone. Producto del proceso de centralización paulatino la administración se ha vuelto en Latinoamérica en una organización compleja , extendiéndose a través de toda una red de entidades, centralizadas y descentralizadas, por medio de las cuales se pretende controlar todos los aspectos posibles.
La quinta y última característica es su papel, casi que exclusivamente asignado a él, de promotor del desarrollo social. Pese al advenimiento del neoliberalismo, Latinoamérica todavía tienen un fuerte compromiso intervencionista –muchas veces exigido por la población- que, en el marco de un Estado clasista, considera al ejecutivo el único factor real de equilibrio, conciliación y reforma social.
La concreción de todas las características señaladas se manifiestan en varios factores que, de manera análoga, están presentes en la mayoría de los regímenes presidenciales latinoamericanos, de acuerdo con Alvarado Tapia (2011), así:
a. El Presidente de la República - dada su investidura popular democrática - no depende de la confianza del Parlamento; y, por lo tanto, en primera instancia, es irresponsable políticamente frente a este.
b. El Poder Ejecutivo al ser unipersonal -en manos del Presidente- acarrea que asuma una enorme masa de facultades y atribuciones, desequilibrando de manera excesiva el principio de separación de poderes.
c. La tendencia al paternalismo político, a encarnar al poder en un hombre, “el mito del gobernante protector”, a personalizar el poder, a otorgar confianza a un caudillo más que a una institución, inclusive, en los Estados Unidos de América.
d. El triunfo electoral se debe, en buena cuenta, a las condiciones personales del candidato, tanto o más que a la ideología del partido que lo lanza o a su programa de gobierno. El éxito en la votación depende – en gran parte - de la simpatía, la calidad personal del líder y la aptitud de captar voto, más que del contenido de su programa electoral.
e. La manipulación del Congreso por el Presidente a través de favores electorales.
f. La corrupción como elemento constitutivo del sistema político de los países éticamente en vías de desarrollo.
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11. Al respecto: Carnota, Walter y otros. (2001). Curso de Derecho Constitucional. Buenos Aires, Argentina: Editorial La Ley, p.61. Castillo Freyre, Mario. (1997). “Todos los poderes del
Sumariamente, respecto de la figura del fuero presidencial o inmunidad presidencial, es común a las constituciones latinoamericanas que su fin no es personal sino funcional, pues busca que el titular del poder ejecutivo pueda dedicarse de lleno a su función y no se vea inmerso en problema de orden penal. Algunos Estados proclaman como regla general la inmunidad del presidente o jefe de gobierno con la excepción expresa que se le podrá ser removida mediante el procedimiento de juicio político. Así por ejemplo, en Ecuador la constitución establece que el presidente sólo podrá ser enjuiciado a condición de:
Art. 130.- La Asamblea Nacional podrá destituir a la Presidenta o Presidente de la República en los siguientes casos: 1. Por arrogarse funciones que no le competan constitucionalmente, previo dictamen favorable de la Corte Constitucional. 80 2. Por grave crisis política y conmoción interna. En un plazo de setenta y dos horas, concluido el procedimiento establecido en la ley, la Asamblea Nacional resolverá motivadamente con base en las pruebas de descargo presentadas por la Presidenta o Presidente de la República. Para proceder a la destitución se requerirá el voto favorable de las dos terceras partes de los miembros de la Asamblea Nacional. De prosperar la destitución, la Vicepresidenta o Vicepresidente asumirá la Presidencia de la República. Esta facultad podrá ser ejercida por una sola vez durante el periodo legislativo, en los tres primeros años del mismo. En un plazo máximo de siete días después de la publicación de la resolución de destitución, el Consejo Nacional Electoral convocará para una misma fecha a elecciones legislativas y presidenciales anticipadas para el resto de los respectivos periodos. La instalación de la Asamblea Nacional y la posesión de la Presidenta o Presidente electo tendrá lugar de acuerdo
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Presidente. Ética y derecho en el Ejercicio de la Presidencia”. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, p. 59.
con lo previsto en la Constitución, en la fecha determinada por el Consejo Nacional Electoral.
Panamá dispone que el presidente únicamente será responsable por extralimitarse en sus funciones, actos contra el sistema electoral, por perturbar la reunión de la asamblea legislativa o por delitos contra personalidad internacional del estado o la administración pública. Casos en los cuales:
Artículo 183.- El Presidente de la República podrá ausentarse del territorio nacional, en cada ocasión, sin pedir licencia de cargo: 1. Por un período máximo de hasta diez días sin necesidad de autorización alguna. 2. Por un período que exceda de diez días y no sea mayor de treinta días, con autorización del Consejo de Gabinete. 3. Por un período mayor de treinta días, con la autorización de la Asamblea Legislativa. Si el Presidente se ausentará por más de diez días, se encargará de la Presidencia el Primer Vicepresidente, y en efecto de éste el Segundo Vicepresidente. Quien ejerza el cargo tendrá el título de Encargado de la Presidencia de la República. Si el Segundo Vicepresidente no pudiera encargarse, lo hará uno de los Ministros de Estado, según lo establecido en el artículo 182.
En cambio, en la Constitución de Costa Rica se prohíbe que el presidente sea juzgado durante su periodo de desempeño del cargo;
ARTÍCULO 148.- El Presidente de la República será responsable del uso que hiciere de aquellas atribuciones que según esta Constitución le corresponden en forma exclusiva. Cada Ministro de gobierno será conjuntamente responsable con el Presidente, respecto al ejercicio de las atribuciones esta Constitución les otorga a ambos. La responsabilidad por los actos del Consejo de Gobierno alcanzará a todos los que haya concurrido con su voto a dictar el acuerdo respectivo.
ARTICULO 151.- El Presidente, los Vicepresidentes de la República o quien ejerza la Presidencia, no podrán ser perseguidos, ni juzgados sino después de que en virtud de acusación interpuesta, haya declarado la Asamblea Legislativa haber lugar a formación de causa penal.
En relación a la prerrogativa de inmunidad presidencial, la Constitución de 1993 del Perú, prescribe lo siguiente:
ARTICULO. 117°.- El Presidente de la República sólo puede ser acusado, durante su período, por: Traición a la patria; por impedir las elecciones presidenciales, parlamentarias, regionales o municipales; por disolver el Congreso, salvo en los casos previstos en el artículo 134° de la Constitución26, y por impedir su reunión o funcionamiento, o los del Jurado Nacional de Elecciones y otros organismos del sistema electoral. (Subrayado fuera del texto).
Otros “Estados” latinoamericanos prefieren antes que hablar de “fuero” o inmunidad considerar los casos de prosecución de jefe de gobierno con el objeto de su destitución. Caso en los cuales desarrollan procedimentalmente las formas propias al juicio político. Así, en Argentina corresponde a la Cámara de diputados acusar ante el Senado al presidente, en las causas de responsabilidad de las que se les acuse.
Artículo 53.- Sólo ella ejerce el derecho de acusar ante el Senado al presidente, vicepresidente, al jefe de gabinete de ministros, a los ministros y a los miembros de la Corte Suprema, en las causas de responsabilidad que se intenten contra ellos, por mal desempeño o por delito en el ejercicio de sus funciones; o por crímenes comunes, después de haber conocido de ellos y declarado haber lugar a la formación de causa por la mayoría de dos terceras partes de sus miembros presentes. (Cursiva en el original).
El método de legar el juicio político al Senado tras haber cursado –generalmente por voto mayoritario de dos tercios- acusación por la cámara (baja, de diputados, de representantes, etc.,) para dejar en otras manos competentes (de la jurisdicción ordinaria) el juicio y el castigo es seguido por: Argentina (Arts. 59 y 60), Chile (arts. 48, inciso 2 y 49, inciso 1), Panamá (art. 154.1), Ecuador (art. 1330, inci. 9), Uruguay (vid. Arts. 93, 102 y 103), Paraguay ( art. 225) y en México (art. 111).
Respecto de las conductas objeto de investigación, la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos establece en el artículo 108 que sólo lo podrá ser por delitos graves del orden común y traición a la patria; en Costa Rica se da un catálogo completo de conductas en el artículo 149, en Ecuador en el artículo 130 se da lo mismo. En Perú, de acuerdo al artículo 39 de la Constitución Política peruana de 1993,
Todos los funcionarios y trabajadores públicos están al servicio de la Nación. El Presidente de la República tiene la más alta jerarquía en el servicio a la Nación y, en ese orden, los representantes al Congreso, ministros de Estado, miembros del Tribunal Constitucional y del Consejo de la Magistratura, los magistrados supremos, el Fiscal de la Nación y el Defensor del Pueblo, en igual categoría; y los representantes de organismos descentralizados y alcaldes, de acuerdo a ley. (Subrayado fuera del texto).
En tal sentido, es, pues, justificable la prohibición temporal de iniciar un proceso penal contra el Presidente de la República mediante la descripción eminentemente restrictiva del artículo 117° glosado.
Al respecto, Eguiguren (“La responsabilidad del Presidente de la República. Hacia una reforma constitucional” en el portal de la Pontificia Universidad Católica del Perú) ha afirmado correctamente que esta virtual "irresponsabilidad" penal del Presidente resulta injustificable en un régimen democrático y constitucional, porque "mal puede aceptarse que quien ostenta el mayor poder del Estado carezca casi totalmente de una razonable responsabilidad, en los planos político y penal, como elemento de contrapeso y equilibrio". Esto ha favorecido, en no pocas ocasiones, conductas presidenciales proclives a los excesos políticos y la arbitrariedad. Por esa razón, es indispensable realizar en un futuro inmediato una revisión de lo prescrito en la Constitución, tendiente a contar con mecanismos efectivos de control y sanción ante los actos indebidos del Presidente, incluyendo como una causal nueva y específica de acusación la comisión de graves delitos de función (abuso de autoridad, concusión, peculado, corrupción, etc.) y de serias infracciones a la Constitución, como considera la Sentencia del Tribunal Constitucional peruano de fecha 04 de diciembre de 2006, recaída en el Expediente Nº 3593-2006-AA/TC. . (Alvarado Tapia, 2011).
En los casos de Argentina (art. 53), Bolivia (art. 118, inciso 5), Paraguay (art. 225), Uruguay (art. 93) y Colombia (arts. 174 y 175, inciso 2 y 3) se habla, en general, de delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones; aunque, bien se sabe en el último caso, se impide la persecución o juzgamiento por delitos a menos que haya lugar para la formulación de causa .
Para los presidentes también hay cobijo o salvaguarda, entre otras cosas, con el fin de evitar venganzas políticas, aunque como se mostrará abajo, los presidentes en América Latina han demostrado que no son
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12. Un comparativo más extenso en: Base de Datos Políticos de las Américas. (1998) Inmunidad presidencial. Análisis comparativo de constituciones de los regímenes presidenciales. [Internet]. Georgetown University y Organización de Estados Americanos. En: http://pdba.georgetown.edu/Comp/Ejecutivo/Presidencia/inmunidad.html.
intocables y que las gestiones políticas están incluso por encima de la comisión de los más graves delitos.
2.3 Los fueros y desafueros en Latinoamérica
El juicio político ha surgido en Latinoamérica como un instrumento poderoso con el que desplazar presidentes “indeseables” sin destruir el orden constitucional, como sucedió en los casos de la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y de Otto Pérez Molina de Guatemala. Una tendencia que se opone a la idea que el cese del mandato no es la opción, particularmente por la inestabilidad política que genera un proceso de esta naturaleza.
Sin embargo, sí existen vías que pasan por el Congreso para remover a los presidentes: entre los casos más sonados de este tipo se encuentran los impeachments en contra de los presidentes estadunidense Richard Nixon y Bill Clinton, el primero por su participación en el llamado Watergate, cuyo procedimiento se interrumpió porque Nixon dimitió a su cargo; y el segundo, por falsedad de declaraciones al comparecer por el escándalo sexual con Mónica Lewinsky, cargo del que finalmente fue absuelto. En condiciones normales, los miembros del Parlamento sólo iniciarán el juicio político al Presidente si hubiera prueba evidente de delito grave y no lo harían si las acusaciones tuvieran motivos partidarios y personales; pero, en el día a día, los legisladores rara vez pueden desprenderse del contexto social y político en el que se desenvuelven las crisis. Lo que ha creado un nuevo patrón de inestabilidad presidencial en América Latina caracterizado porque:
i) los militares ya no intervienen, (ii) los medios de comunicación juegan el papel de guardianes de la moralidad pública, (iii) las protestas populares por corrupción o mal desempeño contra la crisis impulsan la renuncia presidencial y (iv) el Parlamento se hace cargo de garantizar la transferencia constitucional de poder en medio de la debacle política. (Hochstetler, Kathryn y Samuels, 2011.
Sobre el impeachment conviene precisar que no se trata de un mecanismo de control político, de un instrumento con el que dirimir la responsabilidad política en las tareas de gobierno. Nada que ver con la interacción de las dos instituciones en el marco del sistema de gobierno presidencial. Es una actividad que transciende este ámbito y se encuentra dentro del global funcionamiento del sistema político. La ausencia en el presidencialismo de zonas de intersección entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo, es una carencia de capacidad de control político recíproco que convierte, como efecto inmediato, el mandato de ambas instituciones en un tasado. Sólo la muerte, la incapacidad o la declaración de alta traición le pueden acortar el mandato al Presidente. En definitiva, la separación efectiva de poderes es uno de los elementos definitorios del sistema de gobierno presidencialista y el impeachment no rompe esa separación, sino que transforma, momentáneamente, al Parlamento en sede judicial en la que juzgar al Presidente (Aguilera de Prat, Cesáreo y Martínez, 2000).
El funcionamiento del sistema debería prever situaciones de conflicto entre los diversos actores e incluso mecanismos internos y externos que desatasquen los bloqueos del sistema, pero el presidencialismo tiene mal resuelta la previsión de mecanismos institucionales que lo saquen de ese bloqueo. Esa ausencia, según Marsteintredet y Berntzen (2008), le sitúa ante dos hipotéticos escenarios: (i) la crisis es resuelta con imaginación, negociación y consenso entre los diversos actores o (ii) mantenimiento de la crisis hasta que se agoten los respectivos mandatos. El grave riesgo ante los segundos escenarios es que, antes de esperar el agotamiento de los mandatos y la subsiguiente manifestación de voluntad ciudadana que genere un nuevo escenario político, alguien se arrogue un rol de ‘salvador de la patria’, generalmente el propio presidente o el ejército, y dé un golpe de estado, como ya sucedió en el caso de Pedro Carmona Estanga en Venezuela.
Así, aunque el juicio político fue pensado para casos de traición, cohecho u otros delios y faltas graves; para hechos de naturaleza siempre delictiva o de ataque al sistema político, se ha utilizado en Latinoamérica como un mecanismo de responsabilidad política, de control de la actuación cotidiana del presidente o en simple instrumento para la retaliación política (como alegó Dilma Rousseff, tras su destitución como presidenta de Brasil en 2016), como se verá abajo. De ahí que es probable que Pérez-Liñán (2007) tenga razón al decir que se está produciendo un cambio de paradigma al respecto. Pero entonces, si el juicio político se convierte, al estilo de la moción de censura de los sistemas parlamentarios, en un mecanismo a través del cual una mayoría parlamentaria pueda echar al Presidente, deberían afrontarse las pertinentes reformas constitucionales en los países latinoamericanos y no provocar continuas modificaciones en los sistema de gobierno como la que se alienta hoy día en la Venezuela de Nicolás Maduro desde todos los ámbitos.
Para hablar de los casos más recientes, en las últimas tres décadas varios presidentes latinoamericanos han sido sometidos a juicio político acusados de corrupción o mal desempeño de sus funciones. Entre
ellos, el caso de Fernando Collor de Mello (Brasil, 1992) que llegó a la presidencia en 1989, inaugurando el regreso a la democracia tras más de dos décadas de dictadura militar, es un hito. Porque inició –como todos los restantes- de un escándalo mediático, en el que su hermano Pedro reveló que el mandatario había utilizado un esquema de lavado de dinero y tráfico de influencias encabezado por el tesorero de su campaña electoral. De Mello fue acusado de haber financiado ilegalmente su camino a la presidencia, y de pagar los gastos de su casa con dinero de empresas fachada. El 2 de octubre de 1992 el Senado aprobó la decisión de la Cámara de Diputados de abrir un juicio político, y quedó suspendido en el cargo por 180 días; renunció el 29 de diciembre y perdió sus derechos políticos por ocho años pues fue hallado culpable.
El caso de la dimisión de Fernando Collor de Mello a la presidencia brasileña, para tratar de evitar un fallo en su contra del Congreso brasileño por presuntos actos de corrupción, significa la apertura del nuevo paradigma neogolpista –donde no es indispensable recurrir a las fuerzas armadas como en la época de la “operación cóndor”- que asalta Latinoamérica hoy día. De ahí que es razonable preguntarse, con Sefarrero,
¿Por qué el éxito? La pregunta esencial apunta a los factores que hicieron posible el progreso de un impeachment, sin duda, histórico. Las razones son, por cierto, varias y sólo por un mero objetivo analítico pueden dividirse en distintos tipos de factores:
normativo-institucionales (relativos a las atribuciones del Congreso), de dinámica y coyuntura sociopolíticas y de ingeniería o política estructural. En cuanto a lo normativo-institucional cabe señalar que el diseño constitucional de Brasil posibilitó un engranaje bastante adecuado. Por un lado, funcionó la Comisión Parlamentaria de Investigación, que aportó las pruebas suficientes para la acusación por la Cámara de Diputados. Por otra parte, el impeachment vigente en Brasil consagra que el presidente cuya acusación prospere es suspendido en sus funciones por el plazo de 180 días. Como se verá más adelante, el procedimiento aludido está lejos de ser una mera cuestión formal. En relación a los factores de dinámica y coyuntura políticas cabe consignar una interesante variedad. Cuando estalla la crisis, la popularidad del presidente no estaba, por cierto, en su mejor momento.[…] En segundo lugar, la movilización ciudadana fue intensa y de tal magnitud que retroalimentó el papel de la prensa y, fundamentalmente, el compromiso de los legisladores. En relación a la actuación institucional cabe destacar que los parlamentarios —inducidos primero por los medios de comunicación y empujados luego por la ciudadanía— obraron a la altura de las circunstancias. La CPI produjo las pruebas y el informe que fundamentó la acusación de la Cámara Baja y el Senado, luego impuso la pena de inhabilitación al presidente. Pero no hay que pasar por alto que tal actuación fue posible, también, por otros datos de la realidad: la falta de mayoría y/o apoyo parlamentario, un partido «fantasma» y el aislamiento progresivo del presidente […] El sistema electoral de representación proporcional en combinación con el sistema presidencial ha generado, además, graves problemas de gobernabilidad, según han señalado algunos especialistas. Esta combinación —que impera en muchos países de América Latina, pero con diferentes resultados— significa que el presidente puede contar con una oposición mayoritaria o, en otros términos, con una minoría propia en las Cámaras del Legislativo. […] Tal situación puede dificultar la eficacia del gobierno, minar su legitimidad y coadyuvar a su inestabilidad; no hay duda que puede, en síntesis, influir en un proceso que tienda a la ingobernabilidad (1996, pp. 145-146).
La combinación del sistema presidencial, sistema electoral proporcional y fragmentación del sistema de partidos es, sin duda, un factor determinante a la hora del juicio político, el impeachment, y un obstáculo, a la vez, para la gobernabilidad. Porque, no sólo en Brasil, perfectamente se puede declinarla voluntad de una mayoría electoral ciudadana por la votación contra-mayoritaria de los senadores. Como, en efecto, aconteció en el caso de la apertura del proceso y posterior suspensión y destitución de Dilma Rousseff del Poder Ejecutivo del Brasil el 31 de agosto de 2016. En seguida un resumen del Caso:
1. Impeachment. El pedido para un juicio político (Impeachment) contra Dilma Rousseff llegó al Congreso de Brasil en octubre de 2015 por una serie de actos "en el sentido de violar la legislación respecto a la salud fiscal del país, dando la impresión de que todo estaba bien".
2. La acusación. La denuncia alude a lo que en Brasil se llama "pedaladas fiscales", que es básicamente el uso de fondos de bancos públicos para cubrir gastos de programas que están bajo la responsabilidad del gobierno. Los opositores de Rousseff argumentan que esta práctica está prohibida por una ley de Responsabilidad Fiscal..
3. Su defensa. Rousseff y sus partidarios hablan de un "golpe de estado" impulsado por la derecha de su país, y han conseguido voces de apoyo de autoridades internacionales. "Si hubiera una acusación bien fundada, como la ha habido en otros casos en Brasil, entonces perfecto, se va por ese camino. Pero hoy eso no existe, y es muy deshonesto plantearlo en estos términos", sostuvo el secretario general de la OEA Luis Almagro.
4. Sus opositores. La comisión de Diputados que analizó el pedido de Impeachment dijo que las maniobras fiscales del actual gobierno permitieron "una crisis fiscal sin precedentes" en Brasil.
5. El proceso. El tema pasó a la cámara de Diputados, que votó mayoritariamente a favor de iniciar un juicio político contra Dilma Rousseff. Luego fue a manos del Senado, que aprobó comenzar este proceso y suspendió a Rousseff de sus funciones. El 9 de agosto, se aprobó el informe que recomienda su destitución y la prensa brasileña indica que ya todo está consumado. El último lunes, la suspendida mandataria se presentó ante los senadores de su país para dar su descargo pero este miércoles (31 de agosto) 62 de los senadores votaron a favor de la destitución, 20 votaron en contra y ninguno se abstuvo. Fue el fin de una era de la izquierda en Brasil y el inicio de un nuevo conflicto en un país harto de los enfrentamientos políticos, los problemas económicos y la desigualdad social. (Cruz, 31 de agosto del 2016).
Sin duda, podría decirse que el caso Rousseff es una muestra clara de la consolidación de democrática del Brasil; sin embargo, el que dicho caso estuviera alentado por los desacuerdos políticos, la crisis económica, la oposición partidaria, las discusiones políticas y los casos de corrupción, antes que por un genuino proceder jurídico, dejan muchas preguntas respecto de cómo puede funcionar un Impeachment en un sistema presidencialista. Porque, si bien es cierto la destitución de la presidente por parte del Senado Brasileño, tras una votación que superó ampliamente los 2/3 de votos requeridos por dicho órgano legislativo, es formalmente correcta; queda en el aire la cuestión de sí la verdad procesal de un procedimiento –por lo demás hibrido: político y judicial al tiempo- como el Impeachment depende de las relaciones de poder fácticamente existentes al interior de un cuerpo que como el Senado espera maximizar la utilidad electoral de sus decisiones, antes que sujetarse a cualquier principio o garantía judicial ordinaria.
De hecho, como muestra Duedra, el proceso de Rousseff fue un intríngulis jurídico porque:
la destitución de Dilma y la división de la votación final que le permitió a la ex presidente de Brasil la posibilidad de ocupar cargos públicos, sin tener que sufrir la sanción establecida por el art. 52 de la Constitución Federal, parece haber generado más dudas que certezas, por cuanto la Constitución es taxativa en su parte dispositiva al establecer que: funcionará como Presidente el del Supremo Tribunal Federal, limitándose la condena, que sólo será acordada por dos tercios de los votos del Senado Federal, a la pérdida del cargo, con inhabilitación durante ocho años para el ejercicio de la función pública, sin perjuicio de las demás sanciones.”. Por lo que la aplicación que hicieron de la norma no parece amoldarse al texto constitucional. El pedido, presentado por el Partido de los Trabajadores, con el fin de que Dima no fuera inhabilitada por 8 años fue acogido por el Ministro Lewandowski, llevándose a cabo, de esa forma, la división de la votación sin discusión ni debate previo del Senado. Tal decisión abrió ciertos interrogantes que resuenan en el contexto latinoamericano, no solo por la dudosa constitucionalidad de la partición de la votación sin previa discusión en el parlamento, sino también, por el largo proceso de juicio político que culminó con su destitución sin pruebas contundentes que la hallasen culpable. (2016, pp. 2-3).
Respecto de lo analizado anteriormente, es importante considerar que se sienta un precedente bastante peligroso para la región: la posibilidad de que el componente político de un juicio de esa naturaleza termine por subvertir toda disposición jurídica al respecto; esto es, que el carácter excepcional del procedimiento se convierta en un negocio donde se transaran desde las formas procesales a las sanciones según las mayorías parlamentarias.
Un caso manifiesto de lo anterior, fue el caso de Ernesto Samper (Colombia, 1995) quien tras superar en segunda vuelta presidencial al candidato del Partido Conservador, Andrés Pastrana, con el 50.3% de los votos, fue acusado por su rival de recibir 3.7 millones de dólares del cártel de Cali para financiar su campaña. Así, el 8 de agosto de 1995, sólo un día después de la toma de posesión de Samper, el Congreso inició una investigación contra el mandatario conocida como “Proceso 8.000”. El 14 de diciembre de ese año la comisión acusadora exoneró a Samper y archivó el caso, que resurgió en 1996 cuando el fiscal General de la Nación, Alfonso Valdivieso, denunció formalmente al presidente por enriquecimiento ilícito, fraude electoral y otros delitos, aunque en junio de ese año el Congreso (con las mayorías del partido liberal del presidente) lo absolvió por falta de pruebas.
Como es claro, por el caso anterior, hace falta el establecimiento de un sistema eficaz de rendición de cuentas y, en el mismo, de las vías claras y eficaces para que la figura del presidente sea sujeto de juicio político por violaciones graves a la Constitución, los tratados internacionales y las leyes, pues las disposiciones que prevén la participación de ambas cámaras, la de diputados o representantes como acusadora, es decir, la instancia responsable de la integración del expediente, y la de senadores como jurado de sentencia, no establecen con precisión el procedimiento que se seguirá en ambos casos (juicio político y juicio de procedencia por delitos comunes), que puede ser un mecanismo distinto al previsto para el resto de los funcionarios, pero transitable no transable políticamente. Porque si, como sucedió en el caso del presidente Fernando Lugo (Paraguay, 2012), la jefatura del Estado brota de un voto alternativo no políticamente tradicional, el mismo está permanentemente amenazado por las mayorías parlamentarias afines al statu quo. Como comentó Immanuel Wallerstein (21 de julio de 2012):
El 22 de junio de 2012 el Senado paraguayo invocó una cláusula de la Constitución que autorizaba el juicio político del presidente por el mal desempeño de sus funciones. El mandatario era Fernando Lugo, quien fue electo tres años antes y cuyo cargo estaba por terminar en abril de 2013. De acuerdo con la normatividad, Lugo estaba limitado a un solo periodo en el cargo. El mal desempeño invocado por el Senado fue el hecho de que el 17 de junio hubo un enfrentamiento entre trabajadores agrícolas pobres que pugnaban por el derecho a la tierra y la policía que los desalojó de la tierra que ocupaban. Diecisiete personas (campesinos y policías) perdieron la vida. El Senado lanzó su proceso el 21 de junio y ofreció a Lugo dos horas para presentar una defensa (lo cual él rechazó por considerarlo sumamente inapropiado). El Senado votó al día siguiente su retiro del cargo. Lugo arguyó que se trataba de un golpe de Estado y que si en lo técnico no era ilegal, ciertamente era ilegítimo. ¿Qué condujo a este golpe? Paraguay ha sido durante mucho tiempo una de las peores dictaduras en el continente americano, manejado por una pequeña clase terrateniente organizada en el Partido Colorado, con miserables condiciones para el campesinado, la mayoría del cual pertenece a pueblos indígenas. En 1989 el exilio del dictador del Partido Colorado, Alfredo Stroessner, aflojó un poco las restricciones políticas. Las elecciones de 2008 prometían ser las primeras que fueran relativamente abiertas. Fue en este punto que el obispo de San Pedro, Fernando Lugo, entró en la escena política. Conocido de tiempo atrás como el obispo de los pobres, Lugo era asociado con la teología de la liberación, alguien que no contaba con los favores de otros obispos ni del Vaticano. Lugo fue el primer político de izquierda en ganar una elección en Paraguay. No obstante, había ganado únicamente por una pluralidad y su partido tenía poca fuerza en la legislatura, especialmente en el Senado. El resultado casi inevitable fue que Lugo sólo pudo hacer muy poco de lo que había prometido. Así que, ¿quién ganó en Paraguay con el golpe? En términos de las políticas gubernamentales, no ha hecho una diferencia real. Lo que las élites locales mostraron fue su músculo, tal vez confiando en intimidar no sólo a la izquierda paraguaya, lo que ha ocurrido, sino enviar un mensaje a los otros países, especialmente a Bolivia.
El certero análisis de Wallerstein deja entrever que el juicio político en Latinoamérica es una institución más política que jurídica y que depende más de los regateos partidistas que de un sistema real de responsabilidades punitivas y/o políticas. El fuero, o inmunidad, en esos casos no deja de ser más que una figura-Comodín que puede o no funcionar, según los siempre citados propósitos de evitar que mediante el abuso del derecho de acceso a la justicia se pretenda paralizar ilegítimamente el discurrir normal de las funciones estatales y el ejercicio del poder, dependiendo de la transacciones políticas y los intereses contra-mayoritarios e incluso anti-democráticos de un parlamento, congreso o asamblea.